Domingo 28 de marzo. Logramos salir de La Casa de Frida, hacemos una fugaz visita al Cerro Verde y conseguimos encontrar un hostal en Apaneca.
de Santa Ana, no le apetecía a nadie. El día anterior se había estado discutiendo el si era mejor quedarnos directamente una noche más en El Zonte y no pegarnos la paliza de subir al volcán. Pero parece ser que el amanecer de un nuevo día, nos dejó la impresión general de que iba a ser un día aburrido si no salíamos de allí. Así que la decisión fue salir hacia las 11 hacia el Cerro Verde, pero sin escalar el volcán, sino pasear por el parque nacional.
Yo logré despegarme de las sábanas, pero no así Pablo, que no sé si tenía mucho sueño o le dolía la cabeza (ya no recuerdo). Eran ya las 9 am y quería aprovechar un poco el día, así que me fui por mi cuenta a desayunar. Tomé el desayuno típico en la champa de al lado, lo mismo, pero por la mitad de precio que te ofrecían en La Casa de Frida. Y con leche de vaca, no de bote. Mientras desayunaba, apareció Pablo por allí y se unió a mí. Como yo ni había pasado a saludar a mis padres, tuvo que buscarme un poco.
Después del desayuno, fuimos a pasear por la playa. La maldita marea no había bajado y no pudimos avanzar mucho. Así que nos les pude enseñar la cueva de los enamorados. Pero en la otra dirección pudimos ver a unos cuantos surfistas en acción. No desperdiciaban sus energías con olitas ridículas, sólo se montaban en la ola si de verdad merecía la pena. Y había olas de muy buen tamaño, a saber de qué tamaño era la ola que de verdad esperaban.
Sabiendo que no habría agua para después aclararme, me metí a darme un último chapuzón en el mar. Pablo se quedó en la orilla mirando (y haciendo fotos, el muy asqueroso, que el bikini no disimula mis 135 libras) y siempre con la camiseta puesta. Pobrecito mi niño, lo achicharré por no ponerle crema más a menudo.
Cuando llegó la hora de irnos... Oh, sorpresa, el coche no arranca. La liamos. Llamadas a los del alquiler de coches, pero no respondían en ninguno de los (4) teléfonos, ni el móvil siquiera. Intentamos investigar si era algún mecanismo de seguridad, pero nada. No sé cuánto tiempo perdimos con eso, hasta que mi padre lo arrancó de casualidad. Parece ser que había que empujar el embrague (el closh, para esta especie de pseudogringos que son los salvadoreños) hasta el fondo para que arrancase. El caso es que se nos hizo bastante tarde.
Al llegar a Sonsonate, localizamos el Pollo Campero y fuimos a comer allí. Tenían que probarlo, está muy rico. Y les gustó mucho, la verdad. Pedimos cosas diferentes y variedad de salsitas. No les hubiese importado repetir sitio a lo largo del viaje. Sólo que ya no hubo oportunidad.
Seguimos hacia el Cerro Verde. Ya llegando se veía que los volcanes estaban cubiertos de niebla. No íbamos a poder ver mucho. Llegamos bastante tarde, eran las 16.30 cuando el guarda de la puerta nos dejó pasar aún cuando cerraban (la entrada) a las 16.00 y como la salida era a las 17.30, nos cobró la mitad por pasar, ya que no íbamos a disfrutar de casi nada. Qué lindo. Así es la gente en este país :)
Con el tiempo disponible, sólo había un sendero para recorrer, el del Hotel de la Montaña. La guía que nos acompañó era la misma que me había llevado con Alfredo y Ceci por todo el parque. Se sabía todo el rollo de memoria, pero había que sacarle algunas cosas.
La niebla estaba invadiendo todo y aquello parecía una selva tropical nebulosa. La poca luz que se colaba entre los árboles daba una sensación casi mística al lugar. Incluso los sonidos eran diferentes. Nuestras pisadas, el canto de algunos pájaros... Sonaban como si estuviésemos metidos en una caja y no llegasen más allá de 5 metros desde donde se producía el sonido.
Vimos los restos del hotel, del que lo único rescatable ahora mismo son las plantas del jardín, con las que nos hicimos varias fotos. Intentamos asomarnos al mirador sobre el volcán Izalco, pero la niebla no nos dejaba ver mucho más allá de la baranda. Una pena, tendrán que conocer el Izalco sólo por mis fotos, con lo bonito que es.
Y allí sí que hacía frío y además teníamos que encontrar un lugar para dormir en Apaneca, que estaba más lejos, así que decidimos irnos.
La teoría de cómo llegar a Apaneca no la tenía yo muy clara. El mapa decía que había que pasar de nuevo por Sonsonate, así que allá fuimos y si nos metimos por un lado de la ciudad, Apaneca estaba precisamente hacia el otro. Pero a base de preguntar y preguntar, y después de unas cuantas veces de indicaciones estilo todo recto, localizamos la carretera que a mí ya me sonaba más.
Ya era de noche, aunque yo había llamado antes para reservar habitación en un hostal rural, intenté seguir las indicaciones que me había dado un compañero para llegar a uno en el que habían estado y les había gustado. Pena que ni el nombre recordaban. Al final, después de un par de vueltas, acabamos en el que yo había llamado, y dedujimos que por lo agradable que era, tenía que ser el sitio del que tenía indicaciones yo.
Paredes pintadas de colores brillantes, piezas de pueblo que decimos en mi casa adornando los pasillos (yuntas de bueyes, molinos de maíz...), agua caliente (en Apaneca también hacía fresco y lo del agua caliente se agradecía)... La verdad, muy bonito.
Pablo seguía mal del estómago así que tomamos sólo unos plátanos para la cena, mientras que mis padres se fueron a un restaurante en el que servían comidas típicas.
Yo logré despegarme de las sábanas, pero no así Pablo, que no sé si tenía mucho sueño o le dolía la cabeza (ya no recuerdo). Eran ya las 9 am y quería aprovechar un poco el día, así que me fui por mi cuenta a desayunar. Tomé el desayuno típico en la champa de al lado, lo mismo, pero por la mitad de precio que te ofrecían en La Casa de Frida. Y con leche de vaca, no de bote. Mientras desayunaba, apareció Pablo por allí y se unió a mí. Como yo ni había pasado a saludar a mis padres, tuvo que buscarme un poco.
Después del desayuno, fuimos a pasear por la playa. La maldita marea no había bajado y no pudimos avanzar mucho. Así que nos les pude enseñar la cueva de los enamorados. Pero en la otra dirección pudimos ver a unos cuantos surfistas en acción. No desperdiciaban sus energías con olitas ridículas, sólo se montaban en la ola si de verdad merecía la pena. Y había olas de muy buen tamaño, a saber de qué tamaño era la ola que de verdad esperaban.
Sabiendo que no habría agua para después aclararme, me metí a darme un último chapuzón en el mar. Pablo se quedó en la orilla mirando (y haciendo fotos, el muy asqueroso, que el bikini no disimula mis 135 libras) y siempre con la camiseta puesta. Pobrecito mi niño, lo achicharré por no ponerle crema más a menudo.
Cuando llegó la hora de irnos... Oh, sorpresa, el coche no arranca. La liamos. Llamadas a los del alquiler de coches, pero no respondían en ninguno de los (4) teléfonos, ni el móvil siquiera. Intentamos investigar si era algún mecanismo de seguridad, pero nada. No sé cuánto tiempo perdimos con eso, hasta que mi padre lo arrancó de casualidad. Parece ser que había que empujar el embrague (el closh, para esta especie de pseudogringos que son los salvadoreños) hasta el fondo para que arrancase. El caso es que se nos hizo bastante tarde.
Al llegar a Sonsonate, localizamos el Pollo Campero y fuimos a comer allí. Tenían que probarlo, está muy rico. Y les gustó mucho, la verdad. Pedimos cosas diferentes y variedad de salsitas. No les hubiese importado repetir sitio a lo largo del viaje. Sólo que ya no hubo oportunidad.
Seguimos hacia el Cerro Verde. Ya llegando se veía que los volcanes estaban cubiertos de niebla. No íbamos a poder ver mucho. Llegamos bastante tarde, eran las 16.30 cuando el guarda de la puerta nos dejó pasar aún cuando cerraban (la entrada) a las 16.00 y como la salida era a las 17.30, nos cobró la mitad por pasar, ya que no íbamos a disfrutar de casi nada. Qué lindo. Así es la gente en este país :)
Con el tiempo disponible, sólo había un sendero para recorrer, el del Hotel de la Montaña. La guía que nos acompañó era la misma que me había llevado con Alfredo y Ceci por todo el parque. Se sabía todo el rollo de memoria, pero había que sacarle algunas cosas.
La niebla estaba invadiendo todo y aquello parecía una selva tropical nebulosa. La poca luz que se colaba entre los árboles daba una sensación casi mística al lugar. Incluso los sonidos eran diferentes. Nuestras pisadas, el canto de algunos pájaros... Sonaban como si estuviésemos metidos en una caja y no llegasen más allá de 5 metros desde donde se producía el sonido.
Vimos los restos del hotel, del que lo único rescatable ahora mismo son las plantas del jardín, con las que nos hicimos varias fotos. Intentamos asomarnos al mirador sobre el volcán Izalco, pero la niebla no nos dejaba ver mucho más allá de la baranda. Una pena, tendrán que conocer el Izalco sólo por mis fotos, con lo bonito que es.
Y allí sí que hacía frío y además teníamos que encontrar un lugar para dormir en Apaneca, que estaba más lejos, así que decidimos irnos.
La teoría de cómo llegar a Apaneca no la tenía yo muy clara. El mapa decía que había que pasar de nuevo por Sonsonate, así que allá fuimos y si nos metimos por un lado de la ciudad, Apaneca estaba precisamente hacia el otro. Pero a base de preguntar y preguntar, y después de unas cuantas veces de indicaciones estilo todo recto, localizamos la carretera que a mí ya me sonaba más.
Ya era de noche, aunque yo había llamado antes para reservar habitación en un hostal rural, intenté seguir las indicaciones que me había dado un compañero para llegar a uno en el que habían estado y les había gustado. Pena que ni el nombre recordaban. Al final, después de un par de vueltas, acabamos en el que yo había llamado, y dedujimos que por lo agradable que era, tenía que ser el sitio del que tenía indicaciones yo.
Paredes pintadas de colores brillantes, piezas de pueblo que decimos en mi casa adornando los pasillos (yuntas de bueyes, molinos de maíz...), agua caliente (en Apaneca también hacía fresco y lo del agua caliente se agradecía)... La verdad, muy bonito.
Pablo seguía mal del estómago así que tomamos sólo unos plátanos para la cena, mientras que mis padres se fueron a un restaurante en el que servían comidas típicas.
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