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Desde El Salvador

Viernes 26 de marzo. Caminata por el centro, visita al Boquerón, Puerta del Diablo y cena en los Planes de Renderos.

Esto lo escribo a 13 de abril. Soy un desastre. Últimamente sólo quiero vaguear, vaguear y vaguear. Pero veamos de qué soy capaz de acordarme.
Para empezar bien el día, nada mejor que un buen desayuno en un comedor. Justo al lado del hotel había uno del que nos hicimos clientes habituales. Huevos revueltos o estrellados, frijoles, ejotes salteados, queso o cuajada, plátano frito, salchichas... Nos metimos un buen desayuno al cuerpo. Yo pensaba que Pablo no desayunaba, pero resulta que si no lo hace es porque en su casa no hay de esas cosas para desayunar. Nada, sólo tiene que adoptar la costumbre de guardar lentejas de la comida para el día siguiente poder desayunarlas.
Esa mañana tocaba conocer el centro. Para empezar, fuimos al mercado de artesanías. Eran las 8 de la mañana así que no había casi gente. Una pena, pues con todo el mogollón es mucho más divertido, con las vendedoras tirando de la manga a los hombres (que son los que llevan el $$$). Pero aún así pudieron imaginarse cómo sería aquello en hora punta.
Mi madre compró un par de vestiditos típicos y no recuerdo qué más. La idea era que uno de los últimos días pasaríamos por un pueblecito en el que se dedicaban a hacer muchas artesanías y allí podrían llevarse algo típico de El Salvador.
De allí fuimos a tomar un bus, para que conociesen la emoción de viajar en una “ruta”. Creo que agarramos la 34, hasta cerca del parque Bolívar. Pablo pudo comprobar que la estatura media de los salvadoreños es bastante inferior a la suya, el pobre casi no cabía en el asiento. La verdad es que los juntan para poder meter más asientos y en ocasiones se pasan un poco, los peores asientos son los que van sobre una rueda, vas con las rodillas en la barbilla.
Al parque Bolívar fuimos sólo a sacar dinero, encontrar cajeros que den dinero con una VISA internacional es un poco difícil en el centro. A mí no me dejaba sacar dinero por haber pasado el límite ese mes. Tenía un montón de quetzales (para cuando fuésemos a Guatemala), pero casi no me quedaban dólares.
Del parque, volvimos andando por una de las calles comerciales. Es un gusto pasear por allí cuando casi no hay gente, la verdad. Fuimos viendo los puestecillos y Pablo tuvo la primera ocasión de probar sus habilidades de regateo al comprar un DVD de “La Pasión de Cristo”. En la primera tienda no se lo bajaron de 5$ y se marchó sin decir más. Decidido a que le rebajasen algo, volvió a intentarlo y al fin logró que en otra tienda se lo dejasen en 4$. Un experto en el regateo y yo no lo sabía.
Mis padres pudieron apreciar lo “limpias” que están las calles en este país. Al menos vieron que sí que había una especie de servicio de limpieza que se ocupaba de retirar la mierda más visible. Pero total... para lo que dura limpio...
Nos metimos por uno de los pasillos en los que venden ropa y nos propusimos encontrar una guayabera para mi padre. Al final, después de varias vueltas, encontramos los “Almacenes Norma” donde encontró algo parecido a lo que buscaba. De vuelta, paramos a tomarnos unos licuados en un puestecillo callejero. Sí, exactamente eso que te aconsejan no hacer en todas las guías turísticas de la región.
Creo que lo siguiente que hicimos fue pasar a ver la Catedral. Justo al llegar, resultó que Antonio Elías Saca, más conocido como Tony Saca (Tony Casaca=mentira para los del Frente), salía de la Catedral. A saber por qué estaba allí o si es que va todos los días. Pero las calles estaban tapadas por la policía y el tipo dando declaraciones a la prensa en las escalinatas de la Catedral. Que no se quejen mis padres, que hasta los llevo a ver al presi en vivo.
Entramos por la otra puerta y disfrutamos del fresquito que hacía allí. La verdad es que el sol ya se había elevado y hacía su calorcito, mi madre ya se encontraba cansada y Pablo estaba un poco afectado por el jet-lag, así que volvimos al hotel.
Papá y yo fuimos a encargarnos de hacer unas compras para la comida. En el súper conseguimos las bebidas, el hielo y alguna fruta y en el comedor de por la mañana nos pusieron bandejas de porexpan para llevarnos la comida: pollo, arroz y ensalada.
Ahora tocaba subir al Boquerón. Primero, encontrar cómo llegar. Mira que yo ya había estado dos veces allí, pero como siempre me han llevado, nunca me fijo en el camino. Dimos vueltas, muchas vueltas. Bueno, vueltas exactamente no, porque en este país las indicaciones que te dan son “tres cuadras y a la derecha, TODO RECTO”, o sencillamente “TODO RECTO”. Y todo recto, todo recto, llegábamos a sitios en los que nos decían “no, mire, aquí da la vuelta y toma usted aquella calle y no la suelta”, resumiendo: TODO RECTO.
Pero logramos llegar. Menos mal que había alquilado un 4x4, porque la calle que llevaba al volcán no era de lo más bonito del lugar. Jias, me gustó cómo se asustaron al ver el estado del “pavimento”. Yo, claro, ya estoy más que acostumbrada a esas cosas. Que conste que yo avisé antes.
Lo mejor de allí arriba no fueron las vistas, fue el fresquito que hacía. Qué gusto, salir de la agobiante ciudad para ir a parar a lo alto de un volcán con unos 7 grados menos de temperatura.
Nada más bajar del coche, se nos abalanzaron unas niñas que se ofrecieron a cuidarnos el coche mientras dábamos nuestro paseo. También se acercó un chavalín con un plato de frambuesas que tenían un aspecto delicioso, se las compramos.
Subimos la comida hasta arriba, ya hacía hambre, la verdad. Comimos debajo de unos arbolitos, en unas mesas hechas con troncos de árbol, no sin antes asomarnos al borde del volcán para ver el cráter. Y mi madre tiene vértigo.
Mientras comíamos, se nos acercaron una niña y su hermanito. Querían vendernos frambuesas también. Pero ya teníamos muchas. La niña no desesperó y se mantuvo firme en su intención de vendernos las frambuesas. Estuvo allí todo el rato en el que comimos, sujetando el plato de frambuesas en lo alto, como si fuese un maniquí en el escaparate. Le habíamos enseñado nuestras frambuesas y que ya no queríamos más. Pero le daba igual: “pueden hacer jalea con las que les sobren”. Sí, para hacer jalea estábamos nosotros.
Luego fuimos a ver San Salvador desde arriba. Uno de los que cuida el parque se ofreció a acompañarnos, machete en mano. Comentó que una vez se había quedado atrapado en el volcán con un gringo, y al momento ya supe quién era. Qué casualidad, la primera vez que fui allá fue cuando le pasó eso.
Camino de vuelta, más baches y más baches. Paramos en un gran centro comercial de camino, para tomar un café. Es una gran diferencia, los niños allá arriba vendiendo frambuesas para sacar dinero y allá abajo gastándolo desmesuradamente.
Después de dar muchas vueltas más, pasamos por la oficina de FUCRIDES. Ya era tarde y no quedaba casi nadie, pero pudieron conocer a Araceli, Cecile, Anita, a la señora Érika de Orellana... De los ingenieros no quedaba ninguno.
A las 20.00 habíamos quedado en el “pupusódromo” de los Planes de Renderos para comer con Alfredo y su familia. Pero antes de eso, había que ver la Puerta del Diablo y el mirador de noche.
Yo no sé cómo no nos perdimos más veces. Yo daba las direcciones según “me sonaba”. Tenía una sensación de hacia qué punto cardinal había que dirigirse, pero no por qué calles. Pero allá llegamos.
Mi madre, con su vértigo, decidió acertadamente quedarse abajo y no subir hasta arriba de la peña. Mi padre la acompañó y sólo fueron hasta una cueva donde se supone que se había realizado el pacto con el Diablo del que hablaba la leyenda del lugar.
Pablo y yo subimos hasta arriba, donde soplaba un airecito fresco que daba la vida. El camino era un pelín incómodo, pero mi madre me había dejado sus deportivas, menos mal. Intenté explicarle qué eran todas las cosas que se veían, pero entre que estaba nublado y yo estaba un poco desorientada, no sé si le cambié de sitio los volcanes. Sé que pude señalarle el Chaparrastique, el que subí hace ya algún tiempo. Y el Pacífico, pero como el cielo estaba azul y el mar también, no sé si me creyó que aquella línea del horizonte era el océano.
Al bajar, mis padres estaban charlando con un tipo lleno de tatuajes. Llegamos y mi padre dijo algo como “bueno, ya nos tenemos que ir”. Y yo, en mi inocencia, le dije “no, si nos podemos quedar más tiempo, no hay prisa”. Pablo me hizo caer del guindo diciéndome que “tal vez” mi padre quería deshacerse del tipo ese. Glups, sí que soy torpe. Pero nos fuimos sin problemas.
Encontrar el mirador... Otra odisea. Bajamos y bajamos hasta que yo me dije: por aquí ya no es, es más arriba. Y más arriba era, pero no por el mismo camino, sino por un desvío.
Pero lo encontramos. Y todavía no era la hora buena, no había anochecido. Descubrimos una pequeña sala de exposiciones justo abajo del mirador y pasamos a ver. Había de todo. Cosas que hacían daño a los ojos y cosas muy lindas y/o curiosas. Mis padres compraron una máscara de barro que nos dio el viaje (siempre hay que tener cuidado con la maleta que lleva la máscara) y Pablo unos juguetitos hechos con no sé qué semillas.
Rumbo al pupusódromo, aunque nos sobraba tiempo a mares. Tanto, que decidimos quedarnos en el coche a dormitar un rato y escuchar la radio. Ese coche se convirtió en nuestro segundo hogar, madre mía la de horas que pasamos allá dentro en el transcurso de los 10 días. Yo más que un segundo hogar, lo considero una segunda cama. Era entrar en él y me daba un sueñecito... A los 5 minutos recostaba mi cabeza en el regazo de Pablo para poder dormir. Cuando no tenía que dar indicaciones, claro. Que hasta en Guatemala (de la que yo no conozco nada) era yo la copiloto oficial.
Llegaron Alfredo, Alicia, Gloria, Alexander y el Colocho. Érika no pudo venir por el trabajo. Nos decidimos por una pupusería y a cenar.
Pablo NO me dijo que eligiese yo las pupusas por él, pero yo lo hice. Si en el desayuno me había pedido que le dijese qué tomar, a la hora de hablar de pupusas de las que no tenía ni idea de cómo eran, estaba claro que yo se las eligiría. Pero se picó un poco. Seguro que si no llego a decir nada, me pide que se las elija. La verdad es que a mí las de arroz no me gustan mucho, y por eso no le elegí ninguna de arroz (luego cambió alguna para probarlas) y cuando resultó que las de arroz le gustaron más que las de maíz, pues claro, la culpa era mía. Si no hubiese llegado a probar las de arroz hubiese estado tan contento.
Bueno, mi familia y mi familia adoptiva, llegaron a conocerse. El Colocho entabló no sé qué conversación filosófica con mi madre que estuvimos esperando a que terminasen durante un rato que nos pareció un siglo. Ya había mucho sueño y ganas de agarrar una cama.
A la vuelta, para no perdernos por cincuentava vez en el día, seguimos a Alfredo hasta un punto más o menos conocido para nosotros y pudimos llegar a dormir de una vez. La verdad es que llegar un viernes noche a ese hotel no parece muy alentador, pues hay dos discotecas justo en la trasera, pero luego desde dentro no se oyen, menos mal.

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