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Desde El Salvador

Jueves 25 de marzo. Llega todo el mundo.

En realidad, hoy es 10 de abril, así que el esfuerzo que voy a hacer para recordar todas estas cosas va a ser mayúsculo y probablemente obtenga un resultado bastante pobre en detalles. Pero mis padres y Pablo han vivido todo esto, así que de mis lectores habituales (que yo sepa) sólo me queda Leo que no se va a enterar como debiera de todo esto. Sorry, bonita.
A las 6 am, tras un desayuno que consistió en unas galletas de fibra y un Gatorade congelado (se me olvidó sacarlo del congelador el día anterior), agarré el pick up rumbo al desvío para hacer el recorrido de siempre hasta casa de Alfredo. Esta vez cargada con dos maletones enormes. Uno para llevar de viaje los días que iba a pasar con los “invitados” y el otro de ropa que quería que mis padres se llevasen de vuelta porque yo ya no voy a usarla (¿dónde voy con un poncho de lana guatemalteco si la temperatura mínima es de 23ºC?).
En el bus que me llevaba a casa de Alfredo, un hombre me ayudó a pasar los maletones por el maldito torno que llevan los buses urbanos. Más de una señora mayor debe haberse accidentado en uno de ellos.
A cambio del favor, le respondí a las preguntas que me hacía. Creo que ya me voy cansando de contar siempre la misma historia a todo el mundo, ya he encontrado el método para abreviar las respuestas y que las respuestas que doy no den pie a nuevas preguntas. Menos mal que siempre me suelo bajar después que esos pesados, porque si no, los veo capaces de bajarse conmigo para llevar las maletas y más tarde agarrar otro bus.
Llegué a casa de Alfredo (donde sólo estaban Alicia y Gloria) para dejar allí la maleta de ropa de invierno y después marcharme a la oficina, donde Alfredo me esperaba para ir a buscar a mis papis al aeropuerto.
Llegué a la oficina bastante temprano, así que tuve que matar mis nervios haciendo los pasatiempos de los diarios atrasados. Alfredo bromeaba mucho conmigo, sobre todo con Pablo. Me veía nerviosa y decía “eso no es porque vengan tus padres...¿eh?”
Cuando salimos, teníamos miedo de encontrarnos la carretera tapada. Resulta que una de las comunidades que vive al lado de la carretera al aeropuerto llevaba más de un mes sin agua y como protesta habían taponado la carretera desde las 6 de la mañana. Con toda la razón del mundo, pero qué mala suerte que fuese precisamente hoy.
Llegamos al atasco, pero con tantísima suerte que sólo estuvimos parados cosa de 5 minutos, acababan de abrir la carretera así que llegamos estupendamente al aeropuerto. Hasta nos sobró tiempo y todo y eso que el vuelo de mis padres llegaba temprano.
Mientras esperábamos que llegasen, un hombre nos intentó vender lotería. Yo le decía que a mi nunca me toca eso y nunca me va a tocar y el tipo erre que erre. Creo que no quería venderme lotería, quería hablar conmigo. Y está mal que yo lo diga, pero es que con el resto de personas (y había más guiris) no paraba más de 6 segundos y eso mosquea. Al final Alfredo le cambió un billete premiado que él tenía (premio de reintegro) por uno nuevo.
Llegaron mis padres. Besos, abrazos, presentaciones y yo tenía muchas ganas de que me contasen cómo les había ido en Cuba, pues habían pasado una semana allá y venían directos desde La Habana.
Mientras íbamos camino a San Salvador me (nos, a Alfredo y a mí) contaron sus aventuras en las carreteras cubanas, recogiendo autostopistas que se liaban a contar sus vidas. Nos contaron acerca de Chiqui, su guía particular, al que han cogido mucho cariño y muchas otras anécdotas. A lo largo de los siguientes días fueron saliendo muchas más.
Por el camino paramos a tomar un coco helado y pudieron probar las semillas de marañón, que saben a algo así como el cacahuete. Las semillas me gustan, ahora, el fresco de marañón... puaj. Ni el fruto. Es muy astringente y su sabor, aunque dulce, me desagrada.
Hora de almorzar y... a Olocuilta a probar las famosas pupusas. O papusas, o papuskas, o como sea el nombre, ¿verdad Pablo?. Les gustaron mucho, mi madre pidió una sólo para probar y (como de costumbre) acabó comiéndose la de otro para llenarse el estómago. Las mejores, las de queso. Unanimidad al respecto.
Llegamos al hotel en el centro. Mis padres no pusieron mucha cara de entusiasmo al verlo. Es un eufemismo. La verdad es que mi madre acabó odiando aquél lugar y ni siquiera me lo dijo directamente. Ya le vale, ten madres para esto. Lo que pasa es que yo quería tenerlos en el centro para poder ir al mercado cuando quisiésemos, tener las artesanías en la puerta de al lado y poder orientarme un poco a partir de allí, que es la parte de la ciudad por la que más ando. Y de verdad, de los hoteles de por allí, era de lo mejorcito.
Rociamos la primera noche con Baygon Total y murieron hasta las cucas, que estaban por ahí panza arriba en el suelo, bien muertas. Por lo menos en la habitación de mis padres no había cucas, algo es algo, pero mi madre se quejaba de que decía que sus sábanas parecían usadas (usadas la noche anterior, se entiende, no es que mi madre quiera estrenar sábanas cada vez que va a un sitio). Lo que no entiendo es por qué no pidió que se las cambiasen, no creo que costase tanto.
El caso es que mi madre lo pasó fatal y a mí lo único que me llegó de ella eran quejidillos “como en broma”. Terrible, no vuelvo a confiar en ella.
Pero me he adelantado a los hechos. Después de dejar las cosas en el hotel, Alfredo nos llevó al sitio de alquiler de coches. Yo le di la dirección del lugar: 1ª diagonal con Calle Dr. Arturo Romero. Nada. Que ni le sonaban campanas. Le dije que la UPES estaba allí. Nada de nada. Le dije que estaba en la Colonia Médica. Ya le sonaba algo pero creo que el sitio que me mencionó estaba en la otra punta de la ciudad. Vale, pues ya de cachondeo, le dije que había un Pollo Campero arriba de la calle. “Ah, ya sé dónde es”. ¡Pero, pero, pero... Cómo va a saber dónde es!. A ver... Si a alguno de vosotros os digo: la casa está en Andrés Antón con Altamira. Nada seguramente. Si os añado: por la avenida Daroca. Probablemente siga sin sonaros nada. Os digo que cerca de la plaza de las Ventas. Ahí ya sabemos se qué hablo. Pero... ¿y si os digo en lugar de eso que hay un Telepizza al lado? Pues es lo mismo. El caso es que, efectivamente, sabía dónde era y llegamos. Todavía no entiendo qué pasó, si es de efecto retardado y alguna de las pistas anteriores hizo “clic” cuando le dije lo del Pollo... Porque me niego a creer que supiese de qué hablaba por un maldito local de comida rápida del cual hay decenas en la ciudad.
Hicimos perder mucho tiempo a Alfredo, todavía no nos tenían preparados los papeles (y eso que les dije que tuviesen todo listo, cagüen...) y el revisar el coche para ver las abolladuras y los rayones llevó bastante rato. Al final le dijimos a Alfredo que se fuese y que si podíamos, iríamos por la oficina después para saludar a la gente.
Yo no entiendo cómo mi madre no se mete en líos gordos nunca. Por el camino, hablando con Alfredo, se había puesto medio al corriente de la situación política del país. A saber, para ella, habían perdido los buenos (los que decía Alfredo que son los buenos, el Frente, claro) y habían ganado los malos. Y los buenos pasaron a ser “los nuestros” por no sé qué arte de asimilación. Y claro, una vez que son “los nuestros” y encima son “los buenos”, toca defenderlos a capa y espada y sea ante quién sea.
Claro, cuando empieza a soltarle puyas al tipo del alquiler de coches, que tiene en su propiedad por lo menos 10 coches, tiene su despacho con banderitas de EEUU y ninguna razón aparente para votar por “el cambio social”... A mí me entraron ganas de meterme debajo de la mesa. Pero está claro que el tipo es un buen comerciante y “el cliente siempre tiene la razón” y salimos de allí sin saber exactamente a qué partido votó (al menos yo, mi madre seguro que pensó que votaba a “los suyos”) pero con unas cuantas declaraciones que comprometerían a cualquier votante de ARENA. Y él con sus 400$ en efectivo, claro.
Fuimos a hacer el papeleo con el abogado. Para salir del país con un coche que no es tuyo necesitas un papelucho firmado por el notario que diga que te lo prestan para ir a tal y tal país durante tal período. Por el camino, como teníamos mucha sed, paramos a tomar unos ricos licuados.
Después, dejamos a mamá en el hotel, que estaba muy cansadita y fuimos a por Pablo al aeropuerto, llegaba desde Miami a las 20.20. Allí estaba Yolanda, otra becaria como yo, que esperaba también a su novio. También vislumbré a Carol, la gijonesa que conocí el fin de semana anterior en la playa. Este país es muy pequeño.
Cenamos en el Pizza Hut, una ensalada, claro, no tenían pizza, qué cosas pedimos. Tenían ensaladas, sandwiches, palitos de pollo... Pero no pizza. Le ofrecimos a Yolanda irse con nosotros a San Salvador, y aceptó encantada porque pensaba volverse en taxi y son 18$ de viaje.
Y al fin llegó Pablo. Qué lindo, siguió mis instrucciones y salió el primero del control de pasaportes y la recogida de equipajes. No le registraron en la aduana y menos mal que me avisó mi padre de que había llegado, que yo ni lo había visto.
Claro, me agarré como una lapa a mi niño, que estaba más alto y más guapo que la última vez que lo vi. Y sobra el comentar la inmensa cantidad de mimos y carantoñas que nos hicimos. En ese momento y durante el resto de los 10 días siguientes. Hubo mimos, más mimos y se me olvidó comentar algún mimo más. Y me encantaría comentar algún detalle más, pero sé que a Pablo no le gusta que aireen su vida privada así que lo voy a respetar. (Si él no leyese esto, probablemente lo haría de todas formas, pero es mi mejor lector, así que mejor no tentar a la suerte :P).
El camino de vuelta fue tranquilo, hablando de política (tanto salvadoreña como española), de los atentados, de Cuba y hasta de mariachis, pues encontramos unos en una esquina que se vendían el mejor postor y estaban bastante interesados en que nos los llevásemos a casa. Y digo yo... ¿quién necesita unos mariachis un jueves por la noche?
Dejamos a Yolanda y oh, madre mía, había un Pizza Hut abierto en la esquina y Pablo no había cenado. Al menos en este sí que tenían pizza. Y hasta servían coca-cola gratis a los clientes. Al final buena parte de la pizza de Pablo sirvió para que mi pobre madre cenase, que claro, se había quedado en el hotel a descansar pero tenía hambre y no nos habíamos acordado de ella. Y a ver quién encuentra dónde cenar a esas horas de la noche.

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