Sábado 20 de marzo. Playaaaa y re-corte de pelo.
Lo primero fue el corte, la verdad. Fui al mismo sitio de la otra vez, pero esta vez se le fue un poco la mano al recortar y encima no pudo evitar que le quedase un tanto tazón el corte. Qué horrible. Menos mal que a base de horquillas con mariposas de purpurina horteras, logro parecer algo femenina.
El plan de la playa estaba pensado desde el lunes pasado. Cecile me lo planteó y me encantó la idea. Estaba el problema de que queríamos dormir en la playa y la vuelta el domingo podría estar chunga: día de elecciones, se paraliza el país. Pero se solucionó porque Cecile tiene un chero que quería ir a la playa y que (punto muy importante) tenía carro. Así que no problemo.
Quedamos a las 12.30 y el chico este llegaba más tarde, como a las 13.15. Mientras lo esperábamos, Cecile me enseñó cómo se había quemado el día anterior por andar haciendo la iguana (peyas del curro) e irse a un Turicentro. Estaba chamuscadísima, la pobre. Blanca como ella es, estaba colorada de una forma bestial. Y encima íbamos a la playa. Está loca.
También pasamos por el súper a comprar artículos de supervivencia para la playa: agua, rufles, manzanas y un paquete de 10 twix tamaño snack.
Cuando me dijo por teléfono que íbamos a ir con un salvadoreño, pensé: ya la liamos, no voy a estar cómoda. Pero mientras esperábamos a que llegase, me dijo: fíjate a ver si lo ves. Yo le dije que ni de coña iba a reconocerlo, pero me aclaró que no era un salvadoreño típico. Éste tenía unas rastas de 40 cm de longitud, era rubio y chele. Vale, estaba claro que lo iba a reconocer.
Marcelo no es un salvadoreño atípico sólo en apariencia. Creo que me hizo feliz al no hacerme ni una pregunta sobre el Real Madrid. Bueno, hablando en serio, es un tipo muy interesante, culto y que sobre todo, ha viajado muchísimo y eso se nota. Creo que estudia psicología como Cecile, trabaja con comunidades marginales y su tiempo libre lo dedica a escalar, hacer montañismo y escaparse a la playa a comer ostras.
Ha viajado por toda Sudamérica, trabajando en diversos países. En Brasil (creo),donde aprendió portugués, conoció a una francesa con la que empezó a salir y después la siguió hasta Francia, donde aprendió francés. Y como esta se fue a EEUU, el también la siguió y allá aprendió inglés.
Puede que sí que haya salvadoreños que merezcan la pena. Este estaba cerca. Se podía hablar libremente con él, de una forma inteligente y acerca de cosas interesantes. Creo que necesitaba algo así desde hacía tiempo. En el campo no se puede conseguir ese tipo de placeres.
La playa hacia la que íbamos, se llama El Zonte. De camino, paramos en un chiringuito situado sobre un acantilado, con mesas justo sobre las rocas. Allí íbamos a comer, o algo así.
Marcelo de momento pidió una docena de ostras 5$, y otra de conchas (2$). Sacó del maletero la Pilsener y pidió un vaso para poder beberla. Recordemos que había ley seca y no se podía vender alcohol. Aunque más tarde, cuando llegaron otros clientes, pudimos ver que no se respetaba mucho aquello.
Cecile y yo tomamos colitas de camarón al ajillo 4$, y un coco 0.5$. La verdad es que todo estaba buenísimo. Probé mi primera ostra. Nunca había probado eso. Me la dio con sal y limón y me supo precisamente a eso: a sal y limón. Vamos, que no le hallé el misterio. Con las conchas aquellas no pude. Por una parte, estaban llenas de un líquido negro que parecía petróleo. Por otra, se retorcían cuando les echabas el limón. Puaj.
Fuimos directamente a la playaaaa, hacía calor y el Pacífico nos había estado retando desde el acantilado. Qué preciosidad.
Nos dirigimos primero hacia unas calas que estaban hacia la izquierda. Llegar allá puede convertirse en una odisea cuando la marea está alta. Las formaciones rocosas eran tan caprichosas como suele suceder en los terrenos volcánicos. En alguna ocasión hubo que hacer uso de los dotes de escalada de Marcelo y Cecile (está aprendiendo) y siempre teniendo cuidado de no acercarse a la zona donde rompían las olas. Encontramos por el camino una familia embadurnada en sangre y raspones porque se ve que una ola les había dado un buen revolcón en aquellas puntiagudas rocas.
La cala en la que nos bañamos era solitaria y estaba enmarcada por grandes salientes rocosos. Había que mantenerse en el medio para evitar ser arrastrado hacia alguno de estos, y al tiempo, evitar las dos rocas que había escondidas bajo la superficie.
Creo que no conozco todavía ni una playa en este país en la que no puedas caminar metros y metros sin dejar de hacer pie. Lo mismo pasaba en esta, aunque nunca es recomendable meterse demasiado no vaya a ser que te enganche alguna corriente. De todas formas, es divertidísimo.
Las olas son grandes, fuertes y muy bonitas. Se pueden saltar de espaldas (recomendable con las que han roto varios metros por delante de uno), intentar aguantar en el sitio de pie (esto mola con las que han roto unos pocos metros por delante), sumergirte hasta el fondo y dejar que pase por encima (necesario cuando la ola acaba de romper justo delante de ti y lleva mucha fuerza) o cazarla al vuelo y nadar sobre ella aprovechando su impulso (cuando todavía no ha roto pero está a punto de hacerlo).
Queríamos ver la puesta de sol y esto se debía hacer en las playas que estaban más a la derecha, así que comenzamos a caminar hacia allá.
La arena es negra, pues procede de restos basálticos de los volcanes. Pero al tiempo, es muy fina y se compacta bastante al contacto con el agua. No sé por qué razón, no encontré un solo alga. Me encanta el lugar y voy a llevar a mis padres y a Pablo allí sin dudarlo. Tenía pensado llevarlos a una desértica playa en el oriente del país, pero esta está más cerca y merece la pena.
Caminando hacia la puesta de sol, llegamos a La Casa de Frida, un restaurante que es famosete entre los voluntarios del país y allí fuera encontré a Bea, una becaria del mismo programa que yo. Me dijo que Rebeca (otra becaria, pero que está en Guatemala) había venido a pasar el fin de semana acá y que andaba por ahí cerca. Al pasar al patio del restaurante (en realidad es todo patio, ahora explico cómo era) nos encontramos que por allí también estaba Priscilla (otra becaria más, que había venido por separado). A su vez, Marcelo conocía a Bea y a un amigo de Priscilla. El mundo es un pañuelo  Topicazo, pero es que es así.
La Casa de Frida es un negocio que llevan unos españoles. Catalanes para más señas. Creo que lo compraron y lo reformaron completamente, dándole un aire bohemio y tropical al tiempo. Lo han decorado con murales imitando algún cuadro de Frida Khalo, han clasificado las diferentes habitaciones con colores. Han colocado hamacas por todo el patio y tienen un menú que (aunque caro) luce mucho por su sabor y presentación.
No es sólo restaurante. El edificio es principalmente habitaciones que dan al patio. Cada habitación la acomodan según el número de personas que quiera quedarse. Hay juegos de mesa, hamacas y colchones. Al otro lado de la calle tienen unas cabañas. Cada cabaña tiene pintadas en sus paredes el animal que le da nombre (camarón, vaca, pez sapo... menos el tomate) y tiene un pequeño cuarto de baño.
No sé, me parece una grandiosa idea. Deben hacer negocio, además está bastante bien publicitada y por eso la gente se acerca a conocer el lugar en esta playa perdida, que no es de las más famosas ni mucho menos.
De hecho, creo que Nayra y Eric deberían venirse aquí a vivir y abrir un negocio como ese antes de que la gente se dé cuenta del potencial turístico que queda por explorar en El Salvador. Es que me los imagino perfectamente. El local quedaría precioso después de que lo adornasen. El menú sería estupendo pues son creativos con la cocina. Y Eric podría actuar todas las noches para sus clientes bajo la luz de la luna, en la playa, incluso con una fogata.
Bastaría con que ahorrasen en España lo suficiente como para poder venirse e instalar el negocio, que no sería algo demasiado caro. No sé, me los imagino perfectamente aquí. Nayra, en serio, plantéatelo, esto es un paraíso y la gente es realmente maravillosa.
Marcelo y Cecile se fueron a ver la puesta de sol, que me perdí por estar charlando con las españolas, cachis. Fui en su busca y entre Cecile y yo intentamos convencer a Marcelo de que se quedase a dormir, ella y yo nos quedaríamos pues el amigo de Priscilla nos dijo que cabríamos en su coche.
Si Marcelo no quería quedarse era porque el domingo era el día de las elecciones. Cecile y yo, que venimos de países donde tampoco es algo muy especial, no podíamos entender muy bien a qué venía tanto recelo. Aquí lo llaman fiesta cívica, fiesta de la democracia y cosas así. Se va a votar en familia y dicen que se organizan desvergues o desórdenes. Marcelo nos habló de piquetes en las carreteras y que por eso no quería volverse el domingo.
Pero al final decidió quedarse. Lo que pasa es que Marcelo tiene una casita por allí cerca. Es muy pequeñita pero tiene pinta de ser linda. Digo tiene pinta porque no la pudimos ver bien. Resulta que se iba a quedar en la casa si por un casual había luz eléctrica. Así que fuimos a comprobarlo.
Agarramos el coche, pues no estaba precisamente a tiro de piedra de la playa, encima era cuesta arriba y por un camino de cabras. Al llegar... Mala suerte, le habían robado el cable con el que a su vez robaba la energía de la línea. Sin luz, no había opción, se quedaría en Casa Frida con nosotras. Aún a oscuras, el sitio tenía buen aspecto. Nos dijo que había una litera y una cama de matrimonio (no tenía la llave, la tenía el chico que lo cuidaba) y que se podían acoplar dos hamacas también. Habrá que organizar alguna fiesta allí.
Los estómagos reclamaban comida. Como el menú de Casa Frida era pelín caro, nos fuimos a la champa (chiringuito) de al lado para comer unas pupusas. Mientras nos las echaban, fuimos a acomodarnos al Tomate, la cabaña que nos habían preparado.
El resto de la noche transcurrió entre charlas acerca de psicología, observación de las estrellas, dilucidaciones acerca de por qué suena el mar en las caracolas, intentos de alejar a los perrillos que querían jugar con nosotros mientras estábamos tumbados en la arena y lamentos de la gente por la ley seca y no poder tener una birra en la mano.
El plan de la playa estaba pensado desde el lunes pasado. Cecile me lo planteó y me encantó la idea. Estaba el problema de que queríamos dormir en la playa y la vuelta el domingo podría estar chunga: día de elecciones, se paraliza el país. Pero se solucionó porque Cecile tiene un chero que quería ir a la playa y que (punto muy importante) tenía carro. Así que no problemo.
Quedamos a las 12.30 y el chico este llegaba más tarde, como a las 13.15. Mientras lo esperábamos, Cecile me enseñó cómo se había quemado el día anterior por andar haciendo la iguana (peyas del curro) e irse a un Turicentro. Estaba chamuscadísima, la pobre. Blanca como ella es, estaba colorada de una forma bestial. Y encima íbamos a la playa. Está loca.
También pasamos por el súper a comprar artículos de supervivencia para la playa: agua, rufles, manzanas y un paquete de 10 twix tamaño snack.
Cuando me dijo por teléfono que íbamos a ir con un salvadoreño, pensé: ya la liamos, no voy a estar cómoda. Pero mientras esperábamos a que llegase, me dijo: fíjate a ver si lo ves. Yo le dije que ni de coña iba a reconocerlo, pero me aclaró que no era un salvadoreño típico. Éste tenía unas rastas de 40 cm de longitud, era rubio y chele. Vale, estaba claro que lo iba a reconocer.
Marcelo no es un salvadoreño atípico sólo en apariencia. Creo que me hizo feliz al no hacerme ni una pregunta sobre el Real Madrid. Bueno, hablando en serio, es un tipo muy interesante, culto y que sobre todo, ha viajado muchísimo y eso se nota. Creo que estudia psicología como Cecile, trabaja con comunidades marginales y su tiempo libre lo dedica a escalar, hacer montañismo y escaparse a la playa a comer ostras.
Ha viajado por toda Sudamérica, trabajando en diversos países. En Brasil (creo),donde aprendió portugués, conoció a una francesa con la que empezó a salir y después la siguió hasta Francia, donde aprendió francés. Y como esta se fue a EEUU, el también la siguió y allá aprendió inglés.
Puede que sí que haya salvadoreños que merezcan la pena. Este estaba cerca. Se podía hablar libremente con él, de una forma inteligente y acerca de cosas interesantes. Creo que necesitaba algo así desde hacía tiempo. En el campo no se puede conseguir ese tipo de placeres.
La playa hacia la que íbamos, se llama El Zonte. De camino, paramos en un chiringuito situado sobre un acantilado, con mesas justo sobre las rocas. Allí íbamos a comer, o algo así.
Marcelo de momento pidió una docena de ostras 5$, y otra de conchas (2$). Sacó del maletero la Pilsener y pidió un vaso para poder beberla. Recordemos que había ley seca y no se podía vender alcohol. Aunque más tarde, cuando llegaron otros clientes, pudimos ver que no se respetaba mucho aquello.
Cecile y yo tomamos colitas de camarón al ajillo 4$, y un coco 0.5$. La verdad es que todo estaba buenísimo. Probé mi primera ostra. Nunca había probado eso. Me la dio con sal y limón y me supo precisamente a eso: a sal y limón. Vamos, que no le hallé el misterio. Con las conchas aquellas no pude. Por una parte, estaban llenas de un líquido negro que parecía petróleo. Por otra, se retorcían cuando les echabas el limón. Puaj.
Fuimos directamente a la playaaaa, hacía calor y el Pacífico nos había estado retando desde el acantilado. Qué preciosidad.
Nos dirigimos primero hacia unas calas que estaban hacia la izquierda. Llegar allá puede convertirse en una odisea cuando la marea está alta. Las formaciones rocosas eran tan caprichosas como suele suceder en los terrenos volcánicos. En alguna ocasión hubo que hacer uso de los dotes de escalada de Marcelo y Cecile (está aprendiendo) y siempre teniendo cuidado de no acercarse a la zona donde rompían las olas. Encontramos por el camino una familia embadurnada en sangre y raspones porque se ve que una ola les había dado un buen revolcón en aquellas puntiagudas rocas.
La cala en la que nos bañamos era solitaria y estaba enmarcada por grandes salientes rocosos. Había que mantenerse en el medio para evitar ser arrastrado hacia alguno de estos, y al tiempo, evitar las dos rocas que había escondidas bajo la superficie.
Creo que no conozco todavía ni una playa en este país en la que no puedas caminar metros y metros sin dejar de hacer pie. Lo mismo pasaba en esta, aunque nunca es recomendable meterse demasiado no vaya a ser que te enganche alguna corriente. De todas formas, es divertidísimo.
Las olas son grandes, fuertes y muy bonitas. Se pueden saltar de espaldas (recomendable con las que han roto varios metros por delante de uno), intentar aguantar en el sitio de pie (esto mola con las que han roto unos pocos metros por delante), sumergirte hasta el fondo y dejar que pase por encima (necesario cuando la ola acaba de romper justo delante de ti y lleva mucha fuerza) o cazarla al vuelo y nadar sobre ella aprovechando su impulso (cuando todavía no ha roto pero está a punto de hacerlo).
Queríamos ver la puesta de sol y esto se debía hacer en las playas que estaban más a la derecha, así que comenzamos a caminar hacia allá.
La arena es negra, pues procede de restos basálticos de los volcanes. Pero al tiempo, es muy fina y se compacta bastante al contacto con el agua. No sé por qué razón, no encontré un solo alga. Me encanta el lugar y voy a llevar a mis padres y a Pablo allí sin dudarlo. Tenía pensado llevarlos a una desértica playa en el oriente del país, pero esta está más cerca y merece la pena.
Caminando hacia la puesta de sol, llegamos a La Casa de Frida, un restaurante que es famosete entre los voluntarios del país y allí fuera encontré a Bea, una becaria del mismo programa que yo. Me dijo que Rebeca (otra becaria, pero que está en Guatemala) había venido a pasar el fin de semana acá y que andaba por ahí cerca. Al pasar al patio del restaurante (en realidad es todo patio, ahora explico cómo era) nos encontramos que por allí también estaba Priscilla (otra becaria más, que había venido por separado). A su vez, Marcelo conocía a Bea y a un amigo de Priscilla. El mundo es un pañuelo  Topicazo, pero es que es así.
La Casa de Frida es un negocio que llevan unos españoles. Catalanes para más señas. Creo que lo compraron y lo reformaron completamente, dándole un aire bohemio y tropical al tiempo. Lo han decorado con murales imitando algún cuadro de Frida Khalo, han clasificado las diferentes habitaciones con colores. Han colocado hamacas por todo el patio y tienen un menú que (aunque caro) luce mucho por su sabor y presentación.
No es sólo restaurante. El edificio es principalmente habitaciones que dan al patio. Cada habitación la acomodan según el número de personas que quiera quedarse. Hay juegos de mesa, hamacas y colchones. Al otro lado de la calle tienen unas cabañas. Cada cabaña tiene pintadas en sus paredes el animal que le da nombre (camarón, vaca, pez sapo... menos el tomate) y tiene un pequeño cuarto de baño.
No sé, me parece una grandiosa idea. Deben hacer negocio, además está bastante bien publicitada y por eso la gente se acerca a conocer el lugar en esta playa perdida, que no es de las más famosas ni mucho menos.
De hecho, creo que Nayra y Eric deberían venirse aquí a vivir y abrir un negocio como ese antes de que la gente se dé cuenta del potencial turístico que queda por explorar en El Salvador. Es que me los imagino perfectamente. El local quedaría precioso después de que lo adornasen. El menú sería estupendo pues son creativos con la cocina. Y Eric podría actuar todas las noches para sus clientes bajo la luz de la luna, en la playa, incluso con una fogata.
Bastaría con que ahorrasen en España lo suficiente como para poder venirse e instalar el negocio, que no sería algo demasiado caro. No sé, me los imagino perfectamente aquí. Nayra, en serio, plantéatelo, esto es un paraíso y la gente es realmente maravillosa.
Marcelo y Cecile se fueron a ver la puesta de sol, que me perdí por estar charlando con las españolas, cachis. Fui en su busca y entre Cecile y yo intentamos convencer a Marcelo de que se quedase a dormir, ella y yo nos quedaríamos pues el amigo de Priscilla nos dijo que cabríamos en su coche.
Si Marcelo no quería quedarse era porque el domingo era el día de las elecciones. Cecile y yo, que venimos de países donde tampoco es algo muy especial, no podíamos entender muy bien a qué venía tanto recelo. Aquí lo llaman fiesta cívica, fiesta de la democracia y cosas así. Se va a votar en familia y dicen que se organizan desvergues o desórdenes. Marcelo nos habló de piquetes en las carreteras y que por eso no quería volverse el domingo.
Pero al final decidió quedarse. Lo que pasa es que Marcelo tiene una casita por allí cerca. Es muy pequeñita pero tiene pinta de ser linda. Digo tiene pinta porque no la pudimos ver bien. Resulta que se iba a quedar en la casa si por un casual había luz eléctrica. Así que fuimos a comprobarlo.
Agarramos el coche, pues no estaba precisamente a tiro de piedra de la playa, encima era cuesta arriba y por un camino de cabras. Al llegar... Mala suerte, le habían robado el cable con el que a su vez robaba la energía de la línea. Sin luz, no había opción, se quedaría en Casa Frida con nosotras. Aún a oscuras, el sitio tenía buen aspecto. Nos dijo que había una litera y una cama de matrimonio (no tenía la llave, la tenía el chico que lo cuidaba) y que se podían acoplar dos hamacas también. Habrá que organizar alguna fiesta allí.
Los estómagos reclamaban comida. Como el menú de Casa Frida era pelín caro, nos fuimos a la champa (chiringuito) de al lado para comer unas pupusas. Mientras nos las echaban, fuimos a acomodarnos al Tomate, la cabaña que nos habían preparado.
El resto de la noche transcurrió entre charlas acerca de psicología, observación de las estrellas, dilucidaciones acerca de por qué suena el mar en las caracolas, intentos de alejar a los perrillos que querían jugar con nosotros mientras estábamos tumbados en la arena y lamentos de la gente por la ley seca y no poder tener una birra en la mano.
0 comentarios