Domingo 22 de febrero. Subida al Chaparrastique.
5 am y soy la primera en levantarme para no tener que pelear por la ducha, tener el cuarto de baño para mí solita e intentar vaciar mis intestinos antes de comenzar a subir. No hay modo, la intestinomicina funciona demasiado bien, llevo desde el viernes sin soltar prenda.
Desayuno tranquilamente, el resto va a desayunar en un comedor de camino al volcán así que yo me tomo mis galletas con leche (ya sé que la leche no es buena, pero unas galletas sin leche...), mi sobrecito de bacterias (una de las medicinas que me recetaron) que casi noto retozando felizmente entre el resto de la flora intestinal y chupé una naranja.
A las 6 y pico llegan los demás a por nosotros. Entre unas cosas y otras, (Mario se entretiene preguntando a Lucy por dónde subir, Maureen le da su número a Lucy, Marie decide quedarse en casa por estar cansada por el jet-lag...) se nos va haciendo cada vez más tarde.
Paramos en el comedor, mientras desayunan yo duermo en el pickup y así cuido las cosas. No estoy de muy buen humor, en parte porque la presencia de Adonay me incomoda, procuro ni mirarle para no tener que hablarle. Por suerte somos muchos.
El caso es que comenzamos a subir a las 8.30. Cuando llegamos a Las Placitas, la finca desde la que hay que comenzar a subir (en realidad se puede subir mucho más en coche, pero decidimos hacerlo desde allí) y miramos hacia arriba, he de confesar que pensé para mis adentros: no vamos a llegar. Éramos un grupo de 10 personas (Claudia y Heráclito se habían apuntado) de lo más variado. Montañeros eran: Marta, Mario, Vicente y en menor medida, Cecile. El resto no practicábamos esto normalmente. A mí, cuando me dijeron que íbamos a ir muchos, me pareció que si íbamos tantos, sería algo fácil, que en caso contrario habrían ido Mario y Marta solos, que son los locos de la montaña.
El Chaparrastique era enorme. 2100 metros, aunque no sé a qué altura está Las Placitas. Comenzamos a subir por los caminos que usan los remolques para bajar el café. El primer cinturón de vegetación que tiene el volcán son todo cafetales, el camino está sombreado por árboles y es muy firme por el ir y venir de los camiones. Pero era todo cuesta arriba. Ni un rellanito (tal vez exagero un poco, vale). Mario nos iba indicando que cada uno siguiese a su ritmo, que no se forzase la marcha porque cada vez se haría más difícil y no podíamos agotarnos desde el principio. Pero era muy desalentador el ver cómo los primeros desaparecían de tu vista y parecía como si tú disminuyeses más la marcha. Así que los alcancé y me propuse si no seguir sus pasos, ir un poco por detrás de ellos, aunque me faltase el aliento. Procuré andar sola, entre grupos, para no tener que hablar y me entretuve escuchando las diferentes conversaciones. Se hizo ameno.
Parábamos bastante a menudo para no perder a los que iban últimos. Claudia y Heráclito iban siempre muy retrasados, a veces Priscilla o Maureen se quedaban muy atrás también. En cabeza iban Adonay y Mario, seguidos muy de cerca por Marta y Vicente. Cecile solía estar con estos últimos aunque a ratos se bajaba a mi altura.
El agua escaseaba, pues no contábamos con Claudia y Heráclito y ellos no habían traído nada propio.
La siguiente zona, era más escarpada todavía. La vegetación era matorral bajo y seguíamos una vereda que parecía hecha por animales. Yo me iba agarrando a todas las ramas para poder ir subiendo los escalones del terreno, el sol ya empezaba a pegar y aquí no había árboles que nos resguardasen de él. Era duro. Aquí nos empezamos a disgregar de verdad, aunque podíamos mantener contacto visual por estar el terreno en cuesta y los de más arriba vigilaban por dónde iban los últimos. Yo procuré pegarme lo que pude a la cabeza del pelotón y en cierto modo lo conseguí, aunque me parecía que los primeros estaban a años luz, pero si miraba hacia abajo y veía a los siguientes, podía apreciar que estaban más lejos todavía.
La vegetación se fue haciendo cada vez más escasa y el terreno menos firme. Ya empezaba a haber arena volcánica bajo nuestros pies y yo me sentía tentada de andar a través de los matorrales en lugar de por la senda, que resbalaba y cada tres pasos retrocedías uno. Comenzamos a ver pulcres, una especie de pita o maguey. Aquello era ya un poco desértico.
Cuando terminó esta zona de matorral bajo, descansamos. Estábamos ya en plena arena volcánica, donde de cada 3 pasos retrocedías 2. Nos sentamos en unas rocas que parecían más o menos firmes, a esperar a los más retrasados. Tardaron bastante en subir hasta donde estábamos. Mientras esperábamos, tomamos un refrigerio a base de manzanas, agua, galletas... No llevábamos demasiada agua y Mario empezó a preocuparse por el tema.
Cuando nos alcanzaron, descansamos un rato más para que los últimos tuviesen su descanso también. Era dificilillo descansar allí porque tenías que hacer fuerza con los pies para no caer hacia abajo, resbalando. Yo logré medio sentarme en una roca, se me clavaba la arena en el culo, pero al menos colgaban mis cansados pies.
La zona volcánica era difícil y peligrosa. La pendiente era ya muy alta, las rocas no eran firmes y la arena (más bien grava) hacía que resbalases a la mínima. Había que tener cuidado de verdad. Andábamos casi a gatas, agarrándonos con manos y pies a donde podíamos. Muchas veces los apoyos fallaban y bajo el pie o la mano cedía un trozo de roca que rodaba hacia abajo, con peligro de golpear a alguno de los que iban detrás. A mí me golpeó más de uno en los tobillos, pero iban despacio, así que no me pasó nada. Y a mi vez, desprendí más de uno. En particular, hubo un trozo enorme de roca que deslizó hacia abajo después de que yo hubiese pisado en él. Debía pesar sus 60 kg y se dirigía directo a Mario, que estaba ayudando a Priscilla. Menos mal que lo paró con las manos antes de que le golpease las piernas.
Priscilla lo estaba pasando realmente mal, la pobre. No se atrevía a incorporarse e iba todo el rato a gatas, cuando no era necesario. Mario bajó a animarla, darle consejos y ayudarla a subir.
Vicente se resbaló y bajó sin control unos 7 metros hacia abajo. Pudo agarrarse a algo y se paró. Menos mal, porque podría haberse hecho mucho daño y no se hizo nada. Sólo fue un susto.
Ya pegaba bastante el sol y a cada paso aquello se hacía más empinado. Encima, a la dificultad del camino, se le unió la paranoia de nuestras mentes. Resulta que en varias ocasiones han asaltado a los excursionistas del Chaparrastique. Por esta razón, Vicente dejó su cámara en el pickup en lugar de llevársela arriba. Y durante el último tramo de subida, empezamos a comernos la cabeza.
Vimos algunas personas en el borde del cráter. Lo lógico era pensar que eran excursionistas como nosotros, pero en cuanto alguien mencionó lo de que podían ser asaltantes, al resto parecía que no le cabía duda de que lo eran. Saqué mis prismáticos y refugiados detrás de unas rocas, nos pusimos a mirar Adonay y yo. 4 personas. De momento no podíamos ver mucho más. Seguimos subiendo y ya pudimos distinguir más: eran hombres, vimos cómo iban vestidos, uno llevaba una mochila y lo más importante era que uno de ellos llevaba un corvo (machete de casi medio metro de largo). Ya está: miedo para todos y a dosis iguales. Bueno, eso parecía. Yo en el fondo estaba bastante tranquila ante la inevitabilidad del asunto. No íbamos a dar marcha atrás y no podíamos subir por otro sitio, así que a no ser que nos rajásemos y diésemos media vuelta, nos asaltarían. También me tranquilizó mucho el que dos de ellos llevaban grandes sombreros naranja butano. Joer, si eres asaltante tratas de pasar inadvertido para que la presa no salga huyendo antes de tiempo. Y un machete lo hubiese llevado yo también si me hubiesen dicho que podían asaltarme.
Mario estaba bastante asustado e incluso planteó la posibilidad de que diésemos media vuelta. Pero pensamos que si dábamos media vuelta nos seguirían y alcanzarían. Sólo quedaba seguir. Hubo que atender a Priscilla porque le había dado un ataque de ansiedad ante tanta dificultad. Marta lo definió más tarde como uno de los momentos apoteósicos del viaje: próximos a la cima, planteándonos qué hacer y Priscilla con el pelo a lo afro, blanco por el polvo y sentada en el suelo, intentando recuperar la respiración mientras Mario la tranquilizaba.
Ya quedaba menos para la cima y procurábamos estar en grupo, ellos eran 4 y nosotros 10. Pero llegó un momento en el que unos cuantos de nosotros recuperamos totalmente la cordura y decidimos dirigirnos hacia los tipos tranquilamente. El resto se escandalizó no os separéis! pero allá abajo los dejamos. Llegamos allí y hola, buenos días, qué tal?. Mario hasta les dijo no sabéis el susto que nos habéis dado, nos habían dicho que había asaltos por aquí y ya pensábamos que vosotros erais asaltantes. Nos dijeron que a ellos les habían dicho lo mismo, que era la primera vez que subían. Vamos, que tanto miedo para nada.
Desde el punto en el que estaban parados estos, al abrigo de una roca que les cubría del sol, hasta el borde del cráter, había sólo unos 20-25 metros. Pero eran los metros con más mala leche de todo el volcán. La pendiente era muy alta y la arena resbalaba más que nunca. Qué poco faltaba y qué eterno se me hizo.
Fui la primera chica en llegar a la cima :P Pero porque Marta se había quedado atrás ayudando a los otros, claro. En realidad no era la cima del volcán, el lugar en el que estábamos era la zona más baja del borde del cráter. Del primer cráter, porque tenía un cráter doble (uno dentro de otro).
Desde el borde más exterior se veía la falda del volcán hacia dentro hasta llegar al borde del segundo cráter. También se veía la planicie que había hasta llegar al segundo cráter, sembrada de rocas dispuestas formando letras: Raquel y Juan, Alberto, Yo o Real Madrid (cómo no).
Cuando me animé a bajar hasta el segundo cráter y asomarme, me llevé una grata sorpresa: había fumarolas. Grandes fumarolas que echaban gran cantidad de humo sulfuroso, a juzgar por el olor y por los restos de azufre que había en muchas rocas por el camino. El cráter interior era como un gran derrumbe, con paredes muy verticales y grandes rocas dispuestas casi al azar. Para llegar allí, primero hubo que pasar por una zona en la que había una gran grieta, era impresionante ver cómo las rocas estaban desgarradas y a veces formaban puentecillos entre ambos extremos de la grieta. Un temblorcillo y se venían abajo, seguro.
Fueron llegando los otros y comimos arriba. Íbamos a hacer sandwiches con el atún, el jamón, el tomate y el pepino. Éramos 10 personas y había 5 tomates y a mí se me ocurrió la genial idea de comentar partamos los tomates en dos y tocamos a medio cada uno. Bueno... Vicente saltó para comentar algo de mira la demócrata esta, joder, se van haciendo sándwiches y a lo que toquemos cada uno y yo debí decir algo de pero así se reparte mejor y puede haber gente que no quiera el tomate en el sándwich, (Cecile dijo precisamente esto). Y el otro bla bla bla con demócrata de mierda, así que yo le solté algo de anarquista y empezamos a picarnos. La verdad es que era más de coña que otra cosa, pero alguno de los otros se asustó de nuestra pelea y nos pedían que por favor lo dejásemos. Yo ofrecí sal (llevaba un sobrecito diminuto que llevo siempre por si las emergencias y se nos había olvidado traer) a todos los que estaban dentro del sistema y él se empeñaba en que a él le tocaba media lata de atún y que a nadie se le ocurriese poner algo de esa media lata en mi sándwich. A todo esto, Cecile y yo decidimos que mi postura era más comunista que demócrata.
Después de la comida, nos tumbamos en la grava a dormitar un poco, con todo el sol pegándonos, pero no hacía calor por la altitud. Marta, Mario y Adonay, que son unos culos inquietos, fueron a darse la vuelta al borde del cráter, nos dijeron que a las 14.30 empézasemos a bajar hubiesen llegado ellos o no.
Así que estuvimos allá arriba como hora y media descansando después de 4h y media de subida. Llegó la hora de la bajada y aquellos tres estaban en el quinto pino, así que empezamos a recoger. Hubo que esperar cuarto de hora más a que Claudia bajase al cráter, se diese una vuelta, decidiese regresar... Ya lo podía haber hecho a las 14.15!! En ese cuarto de hora, vimos que los tres aventureros habían dado media vuelta porque no podían avanzar más. Les gritamos que nos íbamos y jugamos un poco con el eco recién descubierto. Madre mía la de veces que repetía aquello las cosas, supongo que el sonido se quedaba encerrado en las paredes del cráter y rebotaba contra una y otra pared todo el rato.
La bajada no tuvo nada que ver con la subida. Para empezar, fueron sólo 2h y media de bajada. Pero es que la bajada de la zona volcánica fue divertidísima. O al menos para los más osados de nosotros. Toda aquella grava que nos hacía dificilísimo el subir, facilitaba enormemente la bajada. Eso sí, se levantaba una GRAN polvareda a nuestro paso y acabamos todos rebozaditos cual croqueta de la abuela.
Para bajar, buscábamos precisamente las zonas de arena y esquiábamos por ellas. Era más bien una mezcla entre patinar, esquiar e ir dando saltos. Pero al menos Vicente, Celile y yo, bajábamos a toda leche por la arena. Maureen, Priscilla y sobre todo Claudia y Heráclito, le tenían mucho más respeto a la pendiente e iban despacito. No saben lo que se perdieron. Primero, se hace mucho más pesado bajar despacio y segundo, muuucho más aburrido. No había peligro, si querías parar, sólo tenías que hincar los talones y la arena te cubría hasta casi la rodilla y te parabas. Heráclito no quería ponerse de pie y bajó las cuestas sentado sobre la arena, con los pies extendidos y remando con los brazos. Bajaba lento, pero más rápido que andando y parecía que se lo pasaba pipa.
Al llegar a la segunda zona, la de matorral, los 3 aventureros nos habían alcanzado. Estábamos un poco desorientados, pero al final logramos encontrar la senda por la que habíamos subido. Ya nos habíamos quedado sin agua, así que sólo deseábamos llegar abajo para poder tomar agua (yo y Priscilla) y unas cervezas (el resto).
La bajada la hice agarrándome a todos los arbustos del camino, menos mal que no tenían espinas. Y a pesar de colgarme literalmente de ellos, me di más de un culetazo por resbalarme. Mis pobres pantalones blancos estaban llenitos de tierra. Y aún así a Claudia se le ocurrió comentar más tarde que qué limpios estaban mis pantalones, pero es que lo decía en serio. Estos colombianos son daltónicos y confunden marrón con blanco.
El resto de la bajada por los cafetales sólo se vio interrumpida por una parada mía. Claro, con tanto esfuerzo, en algún momento tenían que responder mis intestinos. Había llegado el momento. Dije a todo el mundo que se alejase en un radio de 50 metros (calculé que las emanaciones no alcanzarían dicha distancia, incluí en mis cálculos la ligera brisa que bajaba por la montaña) y me interné en el cafetal. Agarrada a una mata de café y medio colgando con el culo hacia el barranquillo, descargué la pasta amarillenta que había estado circulando por mis intestinos desde el viernes. Oye, ¡qué gustazo! Vale, lo sé, es un párrafo muy escatológico, pediré que no figure en los anales de la historia (lo siento, tenía que hacer el juego de palabras).
Bajando, nos perdimos un par de veces y tuvimos que deshacer el camino recorrido. Yo que ya me había hacho a la idea de que era todo cuesta abajo ya. Ains, las piernas cómo se quejaban. No quería ni imaginarme las agujetas que tendría al día siguiente.
Llegamos a Las Placitas y para desesperación de todo el mundo, no fuimos inmediatamente a conseguir algo de beber. No sé cómo pasó. Sólo soñábamos con el agua y de repente, había que tomar fotos del Chaparrastique con la luz de la puesta de sol, tomar fotos del grupo (prueba conseguida!), lavarnos la cara y los brazos en el agua de pozo (no potable, aunque alguno bebió) de la familia que nos cuidó el coche, pagarles algo por cuidarlo (3$ que salieron del fondo común que teníamos)...
La verdad, fue una hazaña (para mí). Volví a mirar a la cumbre de aquello y no pude creerme que yo había estado allí arriba, era demasiado alto, demasiado escarpado, demasiado bonito para ser verdad.
Por fin fuimos a beber algo. Al final sólo agua y Cocas, que era lo que vendían. También nos metimos unos buenos trozos de sandía dulce y acabamos con las galletas. Había que volver a San Miguel y regresar a San Salvador, tampoco podíamos perder mucho tiempo.
Ni siquiera cenamos. Recogimos las cosas y a Marie, que había pasado un agradable y descansado día de domingo en compañía de Lucy. Adonay estaba cansado pero aún así nos llevó a casa sanos y salvos. En el remolque hacía bastante frío, como ya era de noche, el sol no calentaba y la velocidad hacía que la brisa nos congelase. Íbamos acurrucados como podíamos e intentando dormir. Yo iba en el fondo del remolque con un montón de piernas pasando por encima mío. Estaba muertecita del cansancio. Menos mal que me dejaron a mí la primera en casita. Tuve que darme una ducha para quitarme todo el polvo que llevaba encima. Aquí, cuando te das una ducha rápida, te dicen que hueles a tierra mojada porque no te has quitado toda la suciedad de encima y se ha formado barrillo. Bueno, en mi caso era literal. Probablemente mi pelo estuviese lleno de polvo mojado, pero me fui a la cama feliz.
Desayuno tranquilamente, el resto va a desayunar en un comedor de camino al volcán así que yo me tomo mis galletas con leche (ya sé que la leche no es buena, pero unas galletas sin leche...), mi sobrecito de bacterias (una de las medicinas que me recetaron) que casi noto retozando felizmente entre el resto de la flora intestinal y chupé una naranja.
A las 6 y pico llegan los demás a por nosotros. Entre unas cosas y otras, (Mario se entretiene preguntando a Lucy por dónde subir, Maureen le da su número a Lucy, Marie decide quedarse en casa por estar cansada por el jet-lag...) se nos va haciendo cada vez más tarde.
Paramos en el comedor, mientras desayunan yo duermo en el pickup y así cuido las cosas. No estoy de muy buen humor, en parte porque la presencia de Adonay me incomoda, procuro ni mirarle para no tener que hablarle. Por suerte somos muchos.
El caso es que comenzamos a subir a las 8.30. Cuando llegamos a Las Placitas, la finca desde la que hay que comenzar a subir (en realidad se puede subir mucho más en coche, pero decidimos hacerlo desde allí) y miramos hacia arriba, he de confesar que pensé para mis adentros: no vamos a llegar. Éramos un grupo de 10 personas (Claudia y Heráclito se habían apuntado) de lo más variado. Montañeros eran: Marta, Mario, Vicente y en menor medida, Cecile. El resto no practicábamos esto normalmente. A mí, cuando me dijeron que íbamos a ir muchos, me pareció que si íbamos tantos, sería algo fácil, que en caso contrario habrían ido Mario y Marta solos, que son los locos de la montaña.
El Chaparrastique era enorme. 2100 metros, aunque no sé a qué altura está Las Placitas. Comenzamos a subir por los caminos que usan los remolques para bajar el café. El primer cinturón de vegetación que tiene el volcán son todo cafetales, el camino está sombreado por árboles y es muy firme por el ir y venir de los camiones. Pero era todo cuesta arriba. Ni un rellanito (tal vez exagero un poco, vale). Mario nos iba indicando que cada uno siguiese a su ritmo, que no se forzase la marcha porque cada vez se haría más difícil y no podíamos agotarnos desde el principio. Pero era muy desalentador el ver cómo los primeros desaparecían de tu vista y parecía como si tú disminuyeses más la marcha. Así que los alcancé y me propuse si no seguir sus pasos, ir un poco por detrás de ellos, aunque me faltase el aliento. Procuré andar sola, entre grupos, para no tener que hablar y me entretuve escuchando las diferentes conversaciones. Se hizo ameno.
Parábamos bastante a menudo para no perder a los que iban últimos. Claudia y Heráclito iban siempre muy retrasados, a veces Priscilla o Maureen se quedaban muy atrás también. En cabeza iban Adonay y Mario, seguidos muy de cerca por Marta y Vicente. Cecile solía estar con estos últimos aunque a ratos se bajaba a mi altura.
El agua escaseaba, pues no contábamos con Claudia y Heráclito y ellos no habían traído nada propio.
La siguiente zona, era más escarpada todavía. La vegetación era matorral bajo y seguíamos una vereda que parecía hecha por animales. Yo me iba agarrando a todas las ramas para poder ir subiendo los escalones del terreno, el sol ya empezaba a pegar y aquí no había árboles que nos resguardasen de él. Era duro. Aquí nos empezamos a disgregar de verdad, aunque podíamos mantener contacto visual por estar el terreno en cuesta y los de más arriba vigilaban por dónde iban los últimos. Yo procuré pegarme lo que pude a la cabeza del pelotón y en cierto modo lo conseguí, aunque me parecía que los primeros estaban a años luz, pero si miraba hacia abajo y veía a los siguientes, podía apreciar que estaban más lejos todavía.
La vegetación se fue haciendo cada vez más escasa y el terreno menos firme. Ya empezaba a haber arena volcánica bajo nuestros pies y yo me sentía tentada de andar a través de los matorrales en lugar de por la senda, que resbalaba y cada tres pasos retrocedías uno. Comenzamos a ver pulcres, una especie de pita o maguey. Aquello era ya un poco desértico.
Cuando terminó esta zona de matorral bajo, descansamos. Estábamos ya en plena arena volcánica, donde de cada 3 pasos retrocedías 2. Nos sentamos en unas rocas que parecían más o menos firmes, a esperar a los más retrasados. Tardaron bastante en subir hasta donde estábamos. Mientras esperábamos, tomamos un refrigerio a base de manzanas, agua, galletas... No llevábamos demasiada agua y Mario empezó a preocuparse por el tema.
Cuando nos alcanzaron, descansamos un rato más para que los últimos tuviesen su descanso también. Era dificilillo descansar allí porque tenías que hacer fuerza con los pies para no caer hacia abajo, resbalando. Yo logré medio sentarme en una roca, se me clavaba la arena en el culo, pero al menos colgaban mis cansados pies.
La zona volcánica era difícil y peligrosa. La pendiente era ya muy alta, las rocas no eran firmes y la arena (más bien grava) hacía que resbalases a la mínima. Había que tener cuidado de verdad. Andábamos casi a gatas, agarrándonos con manos y pies a donde podíamos. Muchas veces los apoyos fallaban y bajo el pie o la mano cedía un trozo de roca que rodaba hacia abajo, con peligro de golpear a alguno de los que iban detrás. A mí me golpeó más de uno en los tobillos, pero iban despacio, así que no me pasó nada. Y a mi vez, desprendí más de uno. En particular, hubo un trozo enorme de roca que deslizó hacia abajo después de que yo hubiese pisado en él. Debía pesar sus 60 kg y se dirigía directo a Mario, que estaba ayudando a Priscilla. Menos mal que lo paró con las manos antes de que le golpease las piernas.
Priscilla lo estaba pasando realmente mal, la pobre. No se atrevía a incorporarse e iba todo el rato a gatas, cuando no era necesario. Mario bajó a animarla, darle consejos y ayudarla a subir.
Vicente se resbaló y bajó sin control unos 7 metros hacia abajo. Pudo agarrarse a algo y se paró. Menos mal, porque podría haberse hecho mucho daño y no se hizo nada. Sólo fue un susto.
Ya pegaba bastante el sol y a cada paso aquello se hacía más empinado. Encima, a la dificultad del camino, se le unió la paranoia de nuestras mentes. Resulta que en varias ocasiones han asaltado a los excursionistas del Chaparrastique. Por esta razón, Vicente dejó su cámara en el pickup en lugar de llevársela arriba. Y durante el último tramo de subida, empezamos a comernos la cabeza.
Vimos algunas personas en el borde del cráter. Lo lógico era pensar que eran excursionistas como nosotros, pero en cuanto alguien mencionó lo de que podían ser asaltantes, al resto parecía que no le cabía duda de que lo eran. Saqué mis prismáticos y refugiados detrás de unas rocas, nos pusimos a mirar Adonay y yo. 4 personas. De momento no podíamos ver mucho más. Seguimos subiendo y ya pudimos distinguir más: eran hombres, vimos cómo iban vestidos, uno llevaba una mochila y lo más importante era que uno de ellos llevaba un corvo (machete de casi medio metro de largo). Ya está: miedo para todos y a dosis iguales. Bueno, eso parecía. Yo en el fondo estaba bastante tranquila ante la inevitabilidad del asunto. No íbamos a dar marcha atrás y no podíamos subir por otro sitio, así que a no ser que nos rajásemos y diésemos media vuelta, nos asaltarían. También me tranquilizó mucho el que dos de ellos llevaban grandes sombreros naranja butano. Joer, si eres asaltante tratas de pasar inadvertido para que la presa no salga huyendo antes de tiempo. Y un machete lo hubiese llevado yo también si me hubiesen dicho que podían asaltarme.
Mario estaba bastante asustado e incluso planteó la posibilidad de que diésemos media vuelta. Pero pensamos que si dábamos media vuelta nos seguirían y alcanzarían. Sólo quedaba seguir. Hubo que atender a Priscilla porque le había dado un ataque de ansiedad ante tanta dificultad. Marta lo definió más tarde como uno de los momentos apoteósicos del viaje: próximos a la cima, planteándonos qué hacer y Priscilla con el pelo a lo afro, blanco por el polvo y sentada en el suelo, intentando recuperar la respiración mientras Mario la tranquilizaba.
Ya quedaba menos para la cima y procurábamos estar en grupo, ellos eran 4 y nosotros 10. Pero llegó un momento en el que unos cuantos de nosotros recuperamos totalmente la cordura y decidimos dirigirnos hacia los tipos tranquilamente. El resto se escandalizó no os separéis! pero allá abajo los dejamos. Llegamos allí y hola, buenos días, qué tal?. Mario hasta les dijo no sabéis el susto que nos habéis dado, nos habían dicho que había asaltos por aquí y ya pensábamos que vosotros erais asaltantes. Nos dijeron que a ellos les habían dicho lo mismo, que era la primera vez que subían. Vamos, que tanto miedo para nada.
Desde el punto en el que estaban parados estos, al abrigo de una roca que les cubría del sol, hasta el borde del cráter, había sólo unos 20-25 metros. Pero eran los metros con más mala leche de todo el volcán. La pendiente era muy alta y la arena resbalaba más que nunca. Qué poco faltaba y qué eterno se me hizo.
Fui la primera chica en llegar a la cima :P Pero porque Marta se había quedado atrás ayudando a los otros, claro. En realidad no era la cima del volcán, el lugar en el que estábamos era la zona más baja del borde del cráter. Del primer cráter, porque tenía un cráter doble (uno dentro de otro).
Desde el borde más exterior se veía la falda del volcán hacia dentro hasta llegar al borde del segundo cráter. También se veía la planicie que había hasta llegar al segundo cráter, sembrada de rocas dispuestas formando letras: Raquel y Juan, Alberto, Yo o Real Madrid (cómo no).
Cuando me animé a bajar hasta el segundo cráter y asomarme, me llevé una grata sorpresa: había fumarolas. Grandes fumarolas que echaban gran cantidad de humo sulfuroso, a juzgar por el olor y por los restos de azufre que había en muchas rocas por el camino. El cráter interior era como un gran derrumbe, con paredes muy verticales y grandes rocas dispuestas casi al azar. Para llegar allí, primero hubo que pasar por una zona en la que había una gran grieta, era impresionante ver cómo las rocas estaban desgarradas y a veces formaban puentecillos entre ambos extremos de la grieta. Un temblorcillo y se venían abajo, seguro.
Fueron llegando los otros y comimos arriba. Íbamos a hacer sandwiches con el atún, el jamón, el tomate y el pepino. Éramos 10 personas y había 5 tomates y a mí se me ocurrió la genial idea de comentar partamos los tomates en dos y tocamos a medio cada uno. Bueno... Vicente saltó para comentar algo de mira la demócrata esta, joder, se van haciendo sándwiches y a lo que toquemos cada uno y yo debí decir algo de pero así se reparte mejor y puede haber gente que no quiera el tomate en el sándwich, (Cecile dijo precisamente esto). Y el otro bla bla bla con demócrata de mierda, así que yo le solté algo de anarquista y empezamos a picarnos. La verdad es que era más de coña que otra cosa, pero alguno de los otros se asustó de nuestra pelea y nos pedían que por favor lo dejásemos. Yo ofrecí sal (llevaba un sobrecito diminuto que llevo siempre por si las emergencias y se nos había olvidado traer) a todos los que estaban dentro del sistema y él se empeñaba en que a él le tocaba media lata de atún y que a nadie se le ocurriese poner algo de esa media lata en mi sándwich. A todo esto, Cecile y yo decidimos que mi postura era más comunista que demócrata.
Después de la comida, nos tumbamos en la grava a dormitar un poco, con todo el sol pegándonos, pero no hacía calor por la altitud. Marta, Mario y Adonay, que son unos culos inquietos, fueron a darse la vuelta al borde del cráter, nos dijeron que a las 14.30 empézasemos a bajar hubiesen llegado ellos o no.
Así que estuvimos allá arriba como hora y media descansando después de 4h y media de subida. Llegó la hora de la bajada y aquellos tres estaban en el quinto pino, así que empezamos a recoger. Hubo que esperar cuarto de hora más a que Claudia bajase al cráter, se diese una vuelta, decidiese regresar... Ya lo podía haber hecho a las 14.15!! En ese cuarto de hora, vimos que los tres aventureros habían dado media vuelta porque no podían avanzar más. Les gritamos que nos íbamos y jugamos un poco con el eco recién descubierto. Madre mía la de veces que repetía aquello las cosas, supongo que el sonido se quedaba encerrado en las paredes del cráter y rebotaba contra una y otra pared todo el rato.
La bajada no tuvo nada que ver con la subida. Para empezar, fueron sólo 2h y media de bajada. Pero es que la bajada de la zona volcánica fue divertidísima. O al menos para los más osados de nosotros. Toda aquella grava que nos hacía dificilísimo el subir, facilitaba enormemente la bajada. Eso sí, se levantaba una GRAN polvareda a nuestro paso y acabamos todos rebozaditos cual croqueta de la abuela.
Para bajar, buscábamos precisamente las zonas de arena y esquiábamos por ellas. Era más bien una mezcla entre patinar, esquiar e ir dando saltos. Pero al menos Vicente, Celile y yo, bajábamos a toda leche por la arena. Maureen, Priscilla y sobre todo Claudia y Heráclito, le tenían mucho más respeto a la pendiente e iban despacito. No saben lo que se perdieron. Primero, se hace mucho más pesado bajar despacio y segundo, muuucho más aburrido. No había peligro, si querías parar, sólo tenías que hincar los talones y la arena te cubría hasta casi la rodilla y te parabas. Heráclito no quería ponerse de pie y bajó las cuestas sentado sobre la arena, con los pies extendidos y remando con los brazos. Bajaba lento, pero más rápido que andando y parecía que se lo pasaba pipa.
Al llegar a la segunda zona, la de matorral, los 3 aventureros nos habían alcanzado. Estábamos un poco desorientados, pero al final logramos encontrar la senda por la que habíamos subido. Ya nos habíamos quedado sin agua, así que sólo deseábamos llegar abajo para poder tomar agua (yo y Priscilla) y unas cervezas (el resto).
La bajada la hice agarrándome a todos los arbustos del camino, menos mal que no tenían espinas. Y a pesar de colgarme literalmente de ellos, me di más de un culetazo por resbalarme. Mis pobres pantalones blancos estaban llenitos de tierra. Y aún así a Claudia se le ocurrió comentar más tarde que qué limpios estaban mis pantalones, pero es que lo decía en serio. Estos colombianos son daltónicos y confunden marrón con blanco.
El resto de la bajada por los cafetales sólo se vio interrumpida por una parada mía. Claro, con tanto esfuerzo, en algún momento tenían que responder mis intestinos. Había llegado el momento. Dije a todo el mundo que se alejase en un radio de 50 metros (calculé que las emanaciones no alcanzarían dicha distancia, incluí en mis cálculos la ligera brisa que bajaba por la montaña) y me interné en el cafetal. Agarrada a una mata de café y medio colgando con el culo hacia el barranquillo, descargué la pasta amarillenta que había estado circulando por mis intestinos desde el viernes. Oye, ¡qué gustazo! Vale, lo sé, es un párrafo muy escatológico, pediré que no figure en los anales de la historia (lo siento, tenía que hacer el juego de palabras).
Bajando, nos perdimos un par de veces y tuvimos que deshacer el camino recorrido. Yo que ya me había hacho a la idea de que era todo cuesta abajo ya. Ains, las piernas cómo se quejaban. No quería ni imaginarme las agujetas que tendría al día siguiente.
Llegamos a Las Placitas y para desesperación de todo el mundo, no fuimos inmediatamente a conseguir algo de beber. No sé cómo pasó. Sólo soñábamos con el agua y de repente, había que tomar fotos del Chaparrastique con la luz de la puesta de sol, tomar fotos del grupo (prueba conseguida!), lavarnos la cara y los brazos en el agua de pozo (no potable, aunque alguno bebió) de la familia que nos cuidó el coche, pagarles algo por cuidarlo (3$ que salieron del fondo común que teníamos)...
La verdad, fue una hazaña (para mí). Volví a mirar a la cumbre de aquello y no pude creerme que yo había estado allí arriba, era demasiado alto, demasiado escarpado, demasiado bonito para ser verdad.
Por fin fuimos a beber algo. Al final sólo agua y Cocas, que era lo que vendían. También nos metimos unos buenos trozos de sandía dulce y acabamos con las galletas. Había que volver a San Miguel y regresar a San Salvador, tampoco podíamos perder mucho tiempo.
Ni siquiera cenamos. Recogimos las cosas y a Marie, que había pasado un agradable y descansado día de domingo en compañía de Lucy. Adonay estaba cansado pero aún así nos llevó a casa sanos y salvos. En el remolque hacía bastante frío, como ya era de noche, el sol no calentaba y la velocidad hacía que la brisa nos congelase. Íbamos acurrucados como podíamos e intentando dormir. Yo iba en el fondo del remolque con un montón de piernas pasando por encima mío. Estaba muertecita del cansancio. Menos mal que me dejaron a mí la primera en casita. Tuve que darme una ducha para quitarme todo el polvo que llevaba encima. Aquí, cuando te das una ducha rápida, te dicen que hueles a tierra mojada porque no te has quitado toda la suciedad de encima y se ha formado barrillo. Bueno, en mi caso era literal. Probablemente mi pelo estuviese lleno de polvo mojado, pero me fui a la cama feliz.
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papá -