Jueves 8 de enero. Viaje en avión y llegada.
Fue un día largo y cansado. Mucho avión. Me había llevado conmigo para entretener el camino "Lo mejor que le puede pasar a un cruasán" (os lo recomiendo, es muy divertido, aunque desvaría un poco hacia el final), pero con tan mala pata que me lo terminé bastante antes de llegar a Miami. Ahora tengo que cargar con un libro ya leído. Había pedido puerta de emergencia, así que pude estirar las patas a mis anchas. Esta vez no tuve la buena suerte de que me pasasen a primera por el morro (y gracias a mi adorado tío), pero al menos los dos chicos que iban a mi lado estaban de muy buen ver. Uno puertorriqueño y el otro de Florida, pero con padre sevillano. Por supuesto, eran gays. Demasiado bueno como para tocarme a mí.
Yo estaba bastante pachucha, la verdad, así que dormité todo lo que pude, sin respetar los horarios a los que me tenía que adaptar. En viajes así de largos, tengo la teoría de que lo mejor es cambiar el reloj a la hora del lugar al que vas a llegar y empezar a adaptarte en el mismo avión. Pero mi cuerpo no me lo permitía esta vez.
Pasé los controles en Miami sin mayor problema. Al oficial que me tenía que interrogar en inmigración, le estaba dando en ese preciso momento un yuyu en la espalda y creo que ni me miró la cara, al menos tenía los ojos cerrados por el dolor y muy biern no creo que me mirase.
En San Salvador tampoco tuve muchos problemas. Tuve algo de suerte, creo yo. Salí escopetada del avión porque llegaba con retraso y ya sabía yo que Alfredo no me habría hecho ni puñetero caso en lo de llamar a Iberia antes de salir y estaría esperando allí desde las 20.15. Fui la primera en llegar a migración y le conté al tipo que estaba becada y estaba estudiando haciendo investigación. Un rollo de aquí te espero, vamos. Parece que con todo el rollo, ni se fijó en que ya me habían dado en la otra ocasión 90 días para regular mi estado en el país. Y casi vi un brillo de arrepentimiento en sus ojos al ponerme el sello con otros 90 días. Me soltó la charla de que tengo que pasar por inmigración y blablabla y ya. Menos mal, porque a Marga resulta que la última vez que entró en el país, le dieron sólo 15 días para pedir una prórroga. Creo que había entrado y salido demasiadas veces y encima debió meter un poco la pata en el interrogatorio: dijo algo así como que estaba trabajando. ERROR. A nadie le gusta que les quiten el trabajo los extranjeros, y menos a los oficiales de inmigración.
Quedaba el peor trago: la aduana. Resulta que yo llevaba un trozo de queso manchego para Alexander. Ese tipo de productos suele ser de los que el oficial aduanero no te deja meter en el país. En el papelito de la declaración jurada de aduanas, yo había puesto con todo mi morro, que no llevaba productos alimenticios. Es que si pones que los llevas, te hacen pasar por mil papeleos que yo no estaba dispuesta a sufrir. Claro que al mentir me arriesgaba a cosas peores, pero yo pensaba decir algo así como que ni se me había ocurrido que aquello pudiese ser ilegal. El caso es que la aduana funciona con el "sistema del semáforo": te plantas frente a un semáforo, pulsas el botón y si sale luz verde, pasas, con luz roja te registran todo el equipaje. Y quedaba pasar por aquello... A pesar de todo lo rápida que fui, una salvadoreña pasó primero por el semáforo: luz roja. Uffff, si ya le ha tocado a ella, hay menos probabilidades de que me toque a mí. Luz verde, menos mal.
Allí me esperaba el Colocho que empezó por disculparse por no haber llamado para despedirse. Érika (ya sé definitivamente que se escribe así) le había comido la cabeza con que yo estuve muy triste por que no llamó y que no le había perdonado. Qué malvada puede ser :P Llegó Alfredo en el coche y pronto me pusieron en alerta: Jerome (también sé definitivamente que se escribe así), Gerónimo para los amigos, había aprendido mucho español en mi ausencia, y nada bueno. Con decir que su maestro había sido Adonay... Y además, cuidado porque parece que sus niveles hormonales están por encima de lo aconsejable. Yo estaba hecha papilla del viaje, pero me animaron bastante las historias. De todas formas, al llegar a casa, di los saludos de rigor y me fui rápidamente a la cama.
Yo estaba bastante pachucha, la verdad, así que dormité todo lo que pude, sin respetar los horarios a los que me tenía que adaptar. En viajes así de largos, tengo la teoría de que lo mejor es cambiar el reloj a la hora del lugar al que vas a llegar y empezar a adaptarte en el mismo avión. Pero mi cuerpo no me lo permitía esta vez.
Pasé los controles en Miami sin mayor problema. Al oficial que me tenía que interrogar en inmigración, le estaba dando en ese preciso momento un yuyu en la espalda y creo que ni me miró la cara, al menos tenía los ojos cerrados por el dolor y muy biern no creo que me mirase.
En San Salvador tampoco tuve muchos problemas. Tuve algo de suerte, creo yo. Salí escopetada del avión porque llegaba con retraso y ya sabía yo que Alfredo no me habría hecho ni puñetero caso en lo de llamar a Iberia antes de salir y estaría esperando allí desde las 20.15. Fui la primera en llegar a migración y le conté al tipo que estaba becada y estaba estudiando haciendo investigación. Un rollo de aquí te espero, vamos. Parece que con todo el rollo, ni se fijó en que ya me habían dado en la otra ocasión 90 días para regular mi estado en el país. Y casi vi un brillo de arrepentimiento en sus ojos al ponerme el sello con otros 90 días. Me soltó la charla de que tengo que pasar por inmigración y blablabla y ya. Menos mal, porque a Marga resulta que la última vez que entró en el país, le dieron sólo 15 días para pedir una prórroga. Creo que había entrado y salido demasiadas veces y encima debió meter un poco la pata en el interrogatorio: dijo algo así como que estaba trabajando. ERROR. A nadie le gusta que les quiten el trabajo los extranjeros, y menos a los oficiales de inmigración.
Quedaba el peor trago: la aduana. Resulta que yo llevaba un trozo de queso manchego para Alexander. Ese tipo de productos suele ser de los que el oficial aduanero no te deja meter en el país. En el papelito de la declaración jurada de aduanas, yo había puesto con todo mi morro, que no llevaba productos alimenticios. Es que si pones que los llevas, te hacen pasar por mil papeleos que yo no estaba dispuesta a sufrir. Claro que al mentir me arriesgaba a cosas peores, pero yo pensaba decir algo así como que ni se me había ocurrido que aquello pudiese ser ilegal. El caso es que la aduana funciona con el "sistema del semáforo": te plantas frente a un semáforo, pulsas el botón y si sale luz verde, pasas, con luz roja te registran todo el equipaje. Y quedaba pasar por aquello... A pesar de todo lo rápida que fui, una salvadoreña pasó primero por el semáforo: luz roja. Uffff, si ya le ha tocado a ella, hay menos probabilidades de que me toque a mí. Luz verde, menos mal.
Allí me esperaba el Colocho que empezó por disculparse por no haber llamado para despedirse. Érika (ya sé definitivamente que se escribe así) le había comido la cabeza con que yo estuve muy triste por que no llamó y que no le había perdonado. Qué malvada puede ser :P Llegó Alfredo en el coche y pronto me pusieron en alerta: Jerome (también sé definitivamente que se escribe así), Gerónimo para los amigos, había aprendido mucho español en mi ausencia, y nada bueno. Con decir que su maestro había sido Adonay... Y además, cuidado porque parece que sus niveles hormonales están por encima de lo aconsejable. Yo estaba hecha papilla del viaje, pero me animaron bastante las historias. De todas formas, al llegar a casa, di los saludos de rigor y me fui rápidamente a la cama.
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